domingo, 10 de octubre de 2010

Confieso que no he leido

Nunca he sido lector de premios Nobel de literatura, ni de los del año en curso ni de los de años recientes, lo más cerca que he estado fueron mis lecturas de Camilo José Cela (premio Nobel 1989) durante los años 1993 ó 1994, lecturas que a excepción de La familia de Pascual Duarte 1942, ahora me parecen innecesarias.
Hace dos semanas con la inundación de noticias referentes al nuevo libro de Ingrid Betancourt No hay silencio que no termine, estuve casi a punto de escribir un artículo que iba a titular Por qué no leer el libro de Ingrid Betancourt, pero gracias a dios el supuestamente chistoso Daniel Samper Ospina escribió en su columna de la revista Semana un artículo titulado De por qué no voy a comprar el libro de Ingrid  y me evitó cualquier esfuerzo, este si cien por ciento inútil, en haber escrito dicho artículo.
Dejando ya en el olvido una reseña inútil de No hay silencio que no termine, leí en El País de España del 29 de Agosto una entrevista a Vargas Llosa titulada El nacionalismo es la peor construcción del hombre con motivo del lanzamiento de su próxima novela El sueño del celta, y me quedé con estas respuestas:

P. Ensayos, obras de teatro, columnas de opinión... ¿No teme que la superproducción le impida estar a su propia altura?
R. Siempre hay miedo a perder el pie. Hay que tratar de mantenerse lúcido, no volverse una ruina humana. Uno hace lo que puede... Lo que no creo que deba pensar un escritor es en retirarse. Si el tiempo te retira, la enfermedad te retira, claro, pero si tienes ilusiones hay que seguir trabajando.
P. Edward Said hablaba del interés de cierto estilo tardío...
R. Sí, claro, pero siempre me ha angustiado mucho la idea de esos escritores que pierden el fuego, se callan. Me sentiría muy desgraciado si no pudiera trabajar. Con el tiempo se pierden capacidades, me temo que sí, pero hay que mantener la lucidez y el espíritu crítico. Perder el espíritu es una enfermedad en la que caen muchos escritores. Es como volverse una estatua en vida.
P. ¿Y el Nobel de Literatura?
R. Pensar en ello es malo para el estilo, tardío o no.

Y entonces pienso en un Vargas Llosa preparando su próxima clase en Princeton, recibiendo la llamada telefónica de la academia sueca y alistándose a publicar en noviembre su nueva novela de 440 páginas a sus 74 años, como también pienso en un José Saramago (premio Nobel 1998) de 87 años que fallece el 18 de junio de este año con 30 páginas escritas de su próxima novela y dos novelas publicadas en los dos últimos años precedentes a su muerte (El viaje del elefante 2008 y Caín 2009); es ese Saramago almorzando con Vargas Llosa en su casa de Lanzarote quien hace augurios para que el Nobel caiga sobre el peruano, sin saber, por supuesto, que la academia sueca le cumpliría sus deseos en el mismo año de su muerte. Pero a diferencia de estos escritores prolíficos también hay Rulfos con solo dos libros publicados El Llano en llamas 1953 y Pedro Páramo 1955 y una eternidad cubierta de respeto y gloria; Juan Rulfo no necesitó decir más para crear su obra, porque definitivamente el propósito del escritor no debería ser de cantidad sino de calidad a la hora de sentarse para la labor solitaria de juntar vocales y consonantes. También hay Sabatos con tres novelas El Túnel 1948, Sobre héroes y tumbas 1961 y Abaddón El exterminador 1974 que se conectan y transforman la vida de los lectores, obras que tienen más peso que la suma de todos los libros publicados en la colección de novedades empaquetadas en grupos de escritores mayores o menores de 35 ó 39 años; porque un escritor no debe buscar el crear una obra para evitar el olvido, ganar poder o inscribir su nombre en la impredecible, injusta y a veces incoherente lista de candidatos o ganadores del Nobel de literatura; un escritor debería preocuparse solo por decir algo y ese algo decirlo bien, preocuparse por escribir, como decía Onetti, solo cuando le sea absolutamente indispensable.

Y ahora cuando Vargas Llosa deja de ser el eterno candidato latinoamericano al Nobel, cuando empiezan a publicarse de forma simultánea todas las anécdotas de, o referentes a él, del puñetazo que García Márquez recibió en Febrero de 1976 por una situación no del todo aclarada, de la asesoría recibida para escribir una novela bajo la iniciativa artística Rolex para mentores y discípulos, de su opinión favorable referente a la reciente lectura de un escritor poco conocido para él, de su nacionalidad española rebosada de alma peruana y de su disciplina diaria dedicada a la escritura y la lectura. Es ahora cuando todos hemos leído a Vargas Llosa y cuando realmente creo que necesitaba más Perú y Latinoamérica el premio Nobel que el escritor mismo, pues en cierta forma me atrevo a pensar que en el fondo y en su soledad se debe sentir cierta pena de recibir un premio que le fue negado a referentes como Jorge Luis Borges, Mark Twain, Leon Tostoi, Marcel Proust, James Joyce, Julio Cortázar, Vladimir Nabokov, Emile Zola o Graham Greene, pero igual la culpa no es suya, como tampoco de los demás Nobeles a lo largo de la historia. Vargas Llosa a sus 74 años seguirá siendo Vargas Llosa, mientras el cerco de aduladores y oportunistas a su alrededor ya no volverán a ser los mismos.

Por el momento debo decir que no he leído a Vargas Llosa, como tampoco a Fuentes. Pues sus historias tan bien escritas no me han logrado atrapar, y decir esto, mas hoy, no debe ser un pecado. Debo corregir: no he leído a Vargas Llosa como debiera haberlo leído, pues lo he hecho solo en dos etapas de mi vida, la primera cuando en la casa de mis padres buscando entre la biblioteca saltaba y leía sin orden las páginas de la edición de círculo de lectores de Pantaleón y las visitadoras 1973 (esa de tapa blanca y recuadro verde que encerraba el dibujo en verde y rojo de dos piernas, una de pantalón militar y la otra femenina de liguero) buscando mas las descripciones eróticas de la historia que la historia misma. La segunda es hasta ahora, hasta el principio de este año que leí la novela breve Los Cachorros (Pichula Cuéllar) 1967 y el libro Cartas a un joven novelista 1997, para concluir a priori que sus mejores trabajos son los que escribió hace más de 30 años como La Ciudad y los perros 1962, La Casa verde 1966, Conversación en la catedral 1969, Pantaleón y las visitadoras 1973, La Tía julia y el escribidor 1977 y La Guerra del fin del mundo 1981. Lo que sí podría ser un pecado sería dejar pasar el mini boom Vargas Llosa para leer a Ingrid, la Ingrid inocente e ingenua que es entrevistada en medios internacionales, la Ingrid mentirosa que deja entrever las contradicciones de su libro (léase caso Clara Rojas y su hijo…) o la Ingrid filántropa que nos hace un favor al contarnos su historia y liberar su alma, pretendiendo conseguir a través de derechos de autor y ventas, la suma que reclamaba a través de una demanda al mismo Gobierno Colombiano que la devolvió a la libertad.

Finalmente como no tengo ninguna anécdota personal sobre Vargas Llosa, ninguna diferente a mi búsqueda sexual con Pantaleón y las visitadoras, ni ningún agradecimiento por años de lectura, solo me restara decir que este reconocimiento, justo y merecido para una persona que a sus veintidós años decidió jugarlo todo por sus sueños, me sirve a mí para empezar a leer uno de los libros que siempre quise  leer en mis épocas de universidad como El Pez en el agua 1993, y que de igual forma le debería servir a los amantes de la literatura para conocer cualquiera de las historias del escritor que alguna vez quiso ser presidente y que por fortuna perdió ante las tentaciones del poder.

Escribe Vargas Llosa

Caricatura de Mario Vargas Llosa


TRIBUNA: MARIO VARGAS LLOSA
Catorce minutos de reflexión
El Nobel de Literatura relata cómo tras recibir la llamada de la Academia Sueca dudó, y mientras esperaba la confirmación desfilaron los recuerdos de una vida dedicada a las letras

MARIO VARGAS LLOSA 10/10/2010

Ese día, como todos los días desde que, hace tres semanas, llegamos a Nueva York, me levanté a las cinco de la mañana y, procurando no despertar a Patricia, me fui a la salita a leer. Era noche cerrada todavía y las luces de los rascacielos del contorno tenían la apariencia inquietante de una gigantesca bandada de cocuyos invadiendo la ciudad. Dentro de una hora más o menos comenzaría a amanecer y, si estaba despejado el cielo, las primeras luces irían iluminando el río Hudson y la esquina de Central Park con sus árboles que el otoño comienza a dorar, un lindo espectáculo que me regalan cada mañana las ventanas del departamento (vivimos en el piso cuarenta y seis).
Tenía el día planificado con toda precisión. Trabajaría un par de horas preparando la clase del próximo lunes en Princeton, en la que ilustraría el tema del punto de vista con ejemplos tomados de El reino de este mundo de Alejo Carpentier, media hora de ejercicios para la espalda, una hora de caminata en Central Park, periódicos, desayuno, ducha, y a la Public Library de New York, donde escribiría mi Piedra de Toque para EL PAÍS sobre el suicidio, tirándose del puente George Washington, en la Universidad de Rutgers, de Tylor Clementi, violinista y joven estudiante al que dos compañeros homófobos habían denunciado como gay, difundiendo en la Red un vídeo en el que aparecía besándose con un hombre.
Inmediatamente fui absorbido por la magia de El reino de este mundo y la transfiguración mítica que la prosa de Carpentier hace de los primeros intentos independentistas en Haití. El narrador omnisciente de la historia es una astuta ausencia erudita, libresca, barroca y rebuscada que narra desde muy cerca de la sensibilidad del esclavo Ti Noel, quien cree en los Grandes Loas del vodú y que los hechiceros del culto, como Mackandal, gozan del don de la licantropía, es decir, pueden transformarse en animales a voluntad. Hacía por lo menos veinte años que no la releía y su poder de persuasión seguía siendo irresistible.
De pronto advertí la presencia de Patricia en la salita. Se acercaba con el teléfono en la mano y una cara que me asustó. "Una tragedia en la familia", pensé. Cogí el aparato y escuché, entre silbidos, ecos y eructos eléctricos, una voz que hablaba en inglés. En el instante en que alcancé a distinguir las palabras Swedish  Academy la comunicación se cortó. Estuvimos callados, mirándonos sin decir nada, hasta que el teléfono repicó otra vez. Ahora sí se oía bien. El caballero me dijo que era el secretario de la Academia Sueca, que me habían concedido el Premio Nobel de Literatura y que la noticia se haría pública dentro de catorce minutos. Que podía escucharla en la televisión, la radio y el Internet.
-Hay que avisar a Álvaro, Gonzalo y Morgana -dijo Patricia.
-Mejor esperemos que sea oficial -le contesté.
Y le recordé que, hacía muchos años, en Roma, nos habían contado la broma pesada que le jugaron unos amigos (o más bien enemigos) a Alberto Moravia, haciéndose pasar por funcionarios de la Academia Sueca y felicitándolo por el galardón. Él alertó a la prensa y la noticia resultó un embrollo de mal gusto.
-Si es cierto, esta casa se va a volver un loquerío -dijo Patricia-. Mejor dúchate de una vez.
Pero, en vez de hacerlo, me quedé en la salita, viendo asomar entre los rascacielos las primeras luces de la mañana neoyorquina. Pensé en la casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde pasé mi infancia, y en el libro de Neruda Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que mi madre me había prohibido leer y que tenía escondido en su velador (el primer libro prohibido que leí). Pensé en lo mucho que le hubiera alegrado la noticia, si era cierta. Pensé en la gran nariz y la calva reluciente del abuelo Pedro, que escribía versos festivos y explicaba a la familia, cuando yo me negaba a comer: "Para el poeta la comida es prosa". Pensé en el tío Lucho, que, en ese año feliz que pasé en su casa de Piura, el último del colegio, escribiendo artículos, cuentecitos y poemas que publicaba a veces en La Industria, me animaba incansablemente a perseverar y ser un escritor, porque, acaso hablando de sí mismo, me aseguraba que no seguir la propia vocación es traicionarse y condenarse a la infelicidad. Pensé en el estreno, ese mismo año, en el Teatro Variedades de Piura, de mi obrita La huida del Inca, que mi amigo Javier Silva publicitaba a voz en cuello por las calles con una gran bocina, desde el techo de un camión, y en la bella Ruth Rojas, la Vestal de la obra, de la que yo estaba enamorado en secreto.
-Es una tontería pensar que esto puede ser una broma -dijo Patricia-. Llamemos a Álvaro, Gonzalo y Morgana de una vez.
Llamamos a Álvaro a Washington, a Gonzalo a Santo Domingo y a Morgana a Lima, y todavía faltaban siete u ocho minutos para la hora señalada. Yo pensé en Lucho Loayza y Abelardo Oquendo, los amigos de adolescencia y en la revista Literatura, de la que sacamos apenas tres números, de nuestro manifiesto contra la pena de muerte, del homenaje a César Moro, y de las feroces discusiones que a veces teníamos sobre si Borges era más importante que Sartre o éste que aquél. Yo sostenía lo último y ellos lo primero y eran ellos, por supuesto, quienes llevaban la razón. Fue entonces cuando me pusieron el apodo (que a mí me encantaba): "El sartrecillo valiente".
Pensé en el concurso de La Revue Francaise que gané el año 1957, con mi cuento El desafío, que me deparó un viaje a París, donde pasé un mes de total felicidad, viviendo en el Hotel Napoleón, en las cuatro palabras que cambié con Albert Camus y María Casares en las puertas de un teatro de los Grandes Bulevares, y mis desesperados y estériles esfuerzos para ser recibido por Sartre aunque fuera sólo un minuto para verle la cara y estrecharle la mano. Recordé mi primer año en Madrid y las dudas que tuve antes de decidirme a enviar los cuentos de Los jefes al Premio Leopoldo Alas, creado por un grupo de médicos de Barcelona, encabezado por el doctor Rocas y asesorado por el poeta Enrique Badosa, gracias a los cuales tuve la enorme alegría de ver mi primer libro impreso.
Pensé que, si la noticia era cierta, tenía que agradecer públicamente a España lo mucho que le debía, pues, sin el extraordinario apoyo de personas como Carlos Barral, Carmen Balcells y tantas otras, editores, críticos, lectores, jamás hubieran alcanzado mis libros la difusión que han tenido.
Y pensé lo increíblemente afortunado que yo he sido en la vida por seguir el consejo del tío Lucho y haber decidido, a mis veintidós años, en aquella pensión madrileña de la calle del Doctor Castelo, en algún momento de agosto de 1958, que no sería abogado sino escritor, y que, desde entonces, aunque tuviera que vivir a tres dobles y un repique, organizaría mi vida de tal manera que la mayor parte de mi tiempo y energía se volcaran en la literatura, y que sólo buscaría trabajos que me dejaran tiempo libre para escribir. Fue una decisión algo quimérica, pero me ayudó mucho, por lo menos psicológicamente, y creo que, en sus grandes rasgos, la cumplí en mis años de París, pues los trabajos en la Escuela Berlitz, la Agence France Presse y la Radio Televisión Francesa, me dejaron siempre algunas horitas del día para leer y escribir.
Y pensé en la extraña paradoja de haber recibido tantos reconocimientos, como éste (si la noticia no era una broma de mal gusto), por dedicar mi vida a un quehacer que me ha hecho gozar infinitamente, en la que cada libro ha sido una aventura llena de sorpresas, de descubrimientos, de ilusiones y de exaltación, que compensaban siempre con creces las dificultades, dolores de cabeza, depresiones y estreñimientos. Y pensé en lo maravillosa que es la vida que los hombres y las mujeres inventamos, cuando todavía andábamos en taparrabos y comiéndonos los unos a los otros, para romper las fronteras tan estrechas de la vida verdadera, y trasladarnos a otra, más rica, más intensa, más libre, a través de la ficción.
A las seis en punto de la mañana las radios, la televisión y el Internet confirmaron que la noticia era cierta. Como predijo Patricia, la casa se volvió un loquerío y desde entonces yo dejé de pensar y, casi casi, hasta de respirar.
New York, octubre de 2010
© Mario Varga Llosa, New York, octubre de 2010. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2010.